sábado , 23 septiembre 2023

Invasión narco

Por Guillermo Gregorutti Para El Espejo Diario

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Mientras que otros integrantes del gobierno nacional tratan de hacer pensar que, para la Argentina, el narcotráfico sigue siendo un problema menor, casi un invento de medios sensacionalistas, el secretario de Seguridad, Sergio Berni, se las ha arreglado para brindar la impresión de comprender que subestimarlo sería un error muy grave. Aunque el teniente coronel procura defender lo hecho por el gobierno kirchnerista al responsabilizar a la Justicia, según él «la columna vertebral de la lucha contra el narcotráfico», por la presencia creciente de la droga en la vida del país, no ha vacilado en señalar que podría haber 500 pistas de aterrizaje clandestinas, además de las 1.500 declaradas, que pueden usar los cárteles para traer estupefacientes para distribuirlos entre las bandas que operan en virtualmente todos los centros urbanos o trasladarlos posteriormente a los mercados lucrativos de Estados Unidos o Europa. Es que, como Berni parece saber muy bien, la Argentina dejó hace tiempo de ser sólo un «país de tránsito». En los años últimos se ha transformado en uno de consumo y de producción, o sea en una parte del inmenso imperio regido por delincuentes brutales con la colaboración de políticos, policías y jueces corruptos que ya cubre casi todo el hemisferio occidental. Puede que aún no nos hayamos visto incorporados por completo al imperio narco, como les ha sucedido a los habitantes de distintas zonas de México, Colombia, Brasil y otros países latinoamericanos, pero a menos que las autoridades hagan un gran esfuerzo no tardaremos en compartir el mismo destino.

La exposición que la semana pasada hizo Berni en el Senado, ante la Comisión Bicameral de Fiscalización de los Organismos y Actividades de Seguridad Interior, fue aleccionadora no sólo por su análisis de los problemas planteados por el narcotráfico sino también por la luz que echó sobre la confusión imperante en las filas gubernamentales. Además de contradecir al jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, que había negado la posibilidad de que existieran pistas clandestinas, Berni confirmó que es el ministro de Seguridad de facto, ya que la titular formal, María Cecilia Rodríguez, que lo acompañaba, no tiene la menor idea de lo que ocurría en el ámbito de su incumbencia. En sus propias palabras, la funcionaria es «una experta en emergencias ambientales» y parecería que no le interesan demasiado los temas de seguridad. Se entiende: como tantos otros miembros del gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, Rodríguez debe su cargo a su militancia, no a sus eventuales dotes administrativas o conocimientos especializados. En cuanto a Berni, es de suponer que prefiere disponer del poder de un ministro sin tener que preocuparse por las tareas burocráticas propias de tal función.

Sea como fuere, es penosamente evidente que, durante años, el gobierno nacional ha minimizado la magnitud de los problemas planteados por el narcotráfico, cuya expansión en el país ha contribuido mucho a hacer más violento el delito. Tal como ha sucedido frente a otros flagelos, como la inflación y la decadencia de la educación tanto pública como privada, la estrategia kirchnerista se ha basado en la noción de que si se niega a prestarle atención no tardará en desaparecer. Por desgracia, en el mundo real, que dista de ser el del relato, minimizar la importancia de un problema no equivale a solucionarlo. Antes bien, asegura que, andando el tiempo, adquirirá proporciones cada vez más alarmantes, como en efecto ha ocurrido. Debido a la negligencia oficial, el narcotráfico se ha instalado no sólo en las provincias norteñas en las que abundan las pistas de aterrizaje, clandestinas o declaradas, sino también en Rosario, la Capital Federal, el conurbano bonaerense donde, según Berni, «se escabulle en las villas», y otras zonas del país. Erradicarlo o, cuando menos, impedir que siga creciendo, no resultará fácil en absoluto. Requerirá un esfuerzo conjunto de todos los organismos vinculados con la seguridad y también una ofensiva auténtica contra la corrupción que, tanto aquí como en los demás países, brinda a los narcotraficantes miles de cómplices poderosos en los gobiernos nacional y provinciales, la policía y, desde luego, la Justicia que, aunque sólo fuera por omisión, los ayudan a consolidarse.

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